Torni Segarra

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“CANTO PARA UN PÁJARO AMARRADO”

3 partes – 1 de 3

Despierta, levántate, estando cerca

el gran maestro, aprende.

El camino es difícil; cruzarlo,

es como andar sobre el agudo

filo de una navaja.

KATHA UPANISHAD III

Conocí por primera vez a Krishnamurti en enero de 1948. Yo tenía treinta y dos años y había venido a vivir a Bombay después de casarme con mi esposo, Manmohan Jayakar, en 1937. Mi hija única, Radhika, nació un año más tarde.

Hacía cinco meses que la India era independiente, y yo veía extenderse por delante un grato futuro. Mi entrada en la política era inminente. En esa época, los hombres y mujeres comprometidos en la lucha por la libertad, se volcaban también hacia lo que por entonces se conocía como los programas sociales o constructivos iniciados por el Mahatma Gandhi. Esto abarcaba todos los aspectos concernientes al establecimiento de la nación, particularmente aquellas actividades relacionadas con la India de las aldeas. Desde 1941 yo me había vuelto muy activa en cuestiones de organización vinculadas al bienestar de las mujeres aldeanas, de las cooperativas y de las industrias del campo. Para mí fue una iniciación ardua y rigurosa. Con la libertad, las consecuencias de la partición me vieron en el centro mismo de la principal organización de ayuda establecida en Bombay para los refugiados que, a montones, ingresaban al país desde Pakistán.

Una mañana de domingo fui a ver a mi madre, que vivía en Malabar Hill, Bombay, en un viejo “bungalow” de estructura irregular techado con tejas de la región. La encontré acompañada por mi hermana Nandini, ambas listas para salir. Me dijeron que Sanjeeva Rao, que había estudiado con mi padre en el King’s College de Cambridge, había venido a ver a mi madre. Él observó que, aun después de varios años de luto, ella seguía sumida en un gran dolor por la muerte de mi padre. Se había sugerido, entonces, que un encuentro con Krishnamurti podía ayudarla. Una imagen acudió de súbito a mi mente: la escuela de Varanasi (Benarés), donde yo era estudiante diurna a mediados de 1920. Rememoré la visión de un Krishnamurti muy joven, una figura delgada, hermosa, vestida de blanco; estaba sentado con las piernas cruzadas, mientras uno de los cincuenta niños ponía flores delante de él…

Esa mañana yo no tenía nada que hacer, de modo que acompañé a mi madre. Cuando llegamos a la casa de Ratansi Morarji en Carmichael Road, donde estaba alojado Krishnamurti, vi a Achyut Patwardhan parado fuera de la entrada. En años recientes él se había convertido en un combatiente revolucionario por la libertad, pero yo le conocía desde que éramos niños y vivíamos en Varanasi, en 1920. Conversamos por unos momentos antes de entrar en el salón para esperar a Krishnamurti.

Krishnamurti penetró en la habitación silenciosamente, y mis sentidos estallaron; tuve una súbita e intensa percepción de inmensidad y resplandor. Él llenó la estancia con su presencia, y por un instante me sentí arrasada. No podía hacer otra cosa que mirarlo fijamente.

Nandini presentó a mi madre, de cuerpo frágil y diminuto, y luego se volvió y me presentó a mí. Nos sentamos. Con cierta vacilación, mi madre comenzó a hablar de mi padre, de su amor por él y de la tremenda pérdida que ella había experimentado y que parecía incapaz de aceptar. Le preguntó a Krishnamurti si se encontraría con mi padre en el otro mundo. Por entonces, la acrecentada intensidad de percepción que su presencia había evocado al principio, comenzaba a desvanecerse, y me acomodé en la silla para escuchar lo que yo esperaba iba a ser una respuesta consoladora. Sabía que muchas personas acongojadas le habían visitado, y estaba segura de que él conocería las palabras con las cuales confortarlas.

Abruptamente, habló: “Lo siento, señora. Usted ha acudido al hombre equivocado. Yo no puedo darle el consuelo que busca”. Me enderecé en el asiento, perpleja. “Usted quiere que yo le diga que se encontrará con su esposo después de la muerte, ¿pero qué esposo desea usted encontrar? ¿El hombre que se casó con usted, el hombre con quien estaba cuando usted era joven, el hombre que murió, o el hombre que hoy sería él si hubiera vivido?” Se detuvo y permaneció en silencio por unos instantes. “¿Qué esposo desea encontrar? Porque, seguramente, el hombre que murió no era el mismo que se casó con usted”.

Percibí un restallido de atención en mi mente; yo acababa de escuchar algo extraordinariamente retador. Mi madre parecía muy perturbada. No estaba preparada para aceptar que el tiempo pudiera establecer alguna diferencia en el hombre que ella amó. Dijo: “Mi esposo no habría cambiado”, Krishnamurti replicó: “¿Por qué quiere encontrarse con él? Usted no echa de menos a su esposo, sino el recuerdo de su esposo”. Hizo una nueva pausa, permitiendo que las palabras calaran profundamente. “Señora, perdóneme”. Él entrelazó sus manos y yo tomé conciencia de la perfección de sus gestos, “¿Por qué mantiene usted vivo su recuerdo? ¿Por qué desea recrearlo en su mente? ¿Por qué trata de vivir en el dolor y continuar con el dolor?” Sentí que mis sensaciones se intensificaban. Su negativa a ser benévolo en el sentido aceptado de la palabra, era demoledora. Mi mente saltaba para aproximarse a la claridad y precisión de sus palabras. Yo sentía que estaba en contacto con algo inmenso y totalmente nuevo. Aunque las palabras sonaran crueles, en sus ojos había dulzura y, de su ser fluía una cualidad curativa. Mientras hablaba, sostenía él la mano de mi madre.

Nandini vio que mi madre estaba alterada. Entonces cambió la conversación y empezó a hablarle a Krishnamurti del resto de la familia. Le dijo que yo era una trabajadora social interesada en la política. Él estaba serio cuando se volvió hacia mí y me preguntó por qué hacía trabajo social. Le respondí diciéndole que ello daba plenitud a mi vida. Sonrió. Eso me hizo sentir incómoda y nerviosa. Luego dijo: “Somos como el hombre que trata de llenar con agua un cubo agujereado. Cuanta más agua vierte dentro, tanta más se derrama fuera, y el cubo permanece vacío”.

Él me miraba sin presionarme. Dijo: “¿De qué trata usted de escapar? Trabajo social, placer, vivir en el dolor… ¿no son todos escapes, intentos de llenar el vacío interno? ¿Puede este vacío llenarse? Y, sin embargo, llenar este vacío es todo el proceso de nuestra existencia”.

Yo encontraba sus palabras muy perturbadoras, pero sentía que debían ser exploradas. Para mí, la acción era vida; y lo que él decía resultaba incomprensible. Le pregunté si lo que quería era que yo me sentara en mi casa sin hacer nada. Él escuchaba; y tuve la peculiar sensación de que su escuchar era diferente de todo cuanto yo había jamás percibido o experimentado. Entonces sonrió ante mi pregunta, y su sonrisa llenó la habitación. Poco después de eso nos marchamos. Krishnamurti me dijo: “Nos encontraremos nuevamente”.

La reunión me había dejado muy alterada. No podía dormir, sus palabras seguían surgiendo en mi mente. Con el paso de los días, comencé a asistir a las pláticas que él estaba ofreciendo en los jardines de Sir Chunilal Mehta, el suegro de Nandini. Yo encontraba difícil comprender lo que Krishnamurti decía, pero su presencia me resultaba arrolladora y continuaba yendo. Él hablaba del caos del mundo como la proyección del caos individual. Nos decía que todas las organizaciones y los “ismos” habían fracasado, y que en nuestra búsqueda de seguridad formábamos nuevas organizaciones que a su vez nos traicionaban.

Yo tenía la sensación de no encontrarme en el nivel desde el cual él nos hablaba. Después de unos días solicité una entrevista.

Me movía el impulso de estar con él, de ser observada por él, de sondear en el misterio que impregnaba su presencia. Estaba asustada de lo que podría ocurrir, pero no podía impedirlo. Durante los dos días anteriores a nuestra entrevista, estuve planeando lo que le diría y cómo se lo diría. Cuando entré en la habitación, lo encontré sentado en el piso, con la espalda erecta y las piernas cruzadas, vestido con un inmaculado kurta blanco que se extendía hasta debajo de sus rodillas. Se levantó de un salto, y sus largos dedos semejantes a pétalos se plegaron en el saludo. Me senté frente a él. Vio que yo estaba nerviosa y me pidió que me tranquilizara.

Después de un rato comencé a hablar. Siempre había estado segura de mí misma, de modo que, aunque vacilaba, pronto descubrí que estaba hablando normalmente y que aquello que había planeado decir brotaba a raudales. Hablé de toda mi vida y de mi trabajo, de mi interés por los desamparados, de mi deseo de entrar en la política, de mi labor en el movimiento cooperativo, de mi interés en el arte. Estaba completamente absorta en lo que tenía que decir, en la impresión que trataba de crear. Sin embargo, después de unos momentos tuve la incómoda sensación de que él no escuchaba. Levanté la vista y vi que me estaba mirando con intensidad; sus ojos me interrogaban y sondeaban profundamente. Titubeé y me quedé silenciosa. Luego de una pausa, dijo: “La he observado durante las discusiones. Cuando se encuentra en reposo, hay en su rostro una gran tristeza”.

Olvidé lo que me proponía decir, lo olvidé todo excepto el pesar que había dentro de mí. Yo siempre me había negado a permitir que el dolor me venciera. Estaba tan profundamente enterrado, que muy raras veces hacía impacto en mi mente consciente. Me horrorizaba la idea de que otros pudieran mostrarme piedad y simpatía, y había ocultado mi dolor bajo capas de agresión. Jamás había hablado de esto con nadie -ni siquiera para mí misma había admitido mi sentimiento de soledad­; pero ante este silencioso desconocido cayeron todas las máscaras. Miré dentro de sus ojos, y lo que vi reflejado fue mi propio rostro. Como un torrente largamente contenido, acudieron las palabras.

Me recordé a mí misma siendo una niña pequeña, una entre cinco, tímida y dulce, herida ante la más leve aspereza. De piel oscura en una familia donde todos eran hermosos, pasando inadvertida, niña cuando debía haber sido un muchacho, viviendo en una gran casa de construcción irregular, sola durante horas, leyendo libros que rara vez entendía. Me recordé sentada en una terraza poco frecuentada que daba frente a árboles añosos; escuchando leyendas de ogros y héroes, de Hatim Tai y Alí Babá ­los relatos de este antiguo país contados por Immamuddin, el sastre musulmán de barba blanca, quien se sentaba durante todo el día en la terraza con su máquina de coser­. Me recordé escuchando el Ram Charir Manas de Tulsida, cantado por Ram Khilavan, el ciego “coolie” punkah que nos abanicaba, y recordé la fragancia de las frescas, húmedas esteras de khus en un día de verano. (Ram Charir Manas es la historia de Ram y Sita, de la epopeya Ramayana, compuesta en dialecto local por el poeta Tulsidas en una cuarteta insertada en el texto).

 

TS: Pupul Jajakar, fue presidenta del Festival Internacional de la India -donde cada año iban a un país a actuar-.

Fue amiga de Indira Gandhi -presidenta de India, asesinada en un patio, por unos guardias, del palacio donde vivía-.